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Máximo Damián: Cuerdas profundas

Columna publicada en Diario Uno

Publicado: 2015-02-17

Yo me enamoré de José María Arguedas mientras leía “Los ríos profundos”, y me enamoré de él porque no lo entendía. Me hablaba de mundos que hasta entonces conocía muy superficialmente, me contaba de hombres lejanos y me presentaba postales que no creí reales. Tenía 15 años y, como cualquier amor adolescente, su eco me acompaña hasta ahora. Cuando un par de años después, me encomendaron mi primer trabajo universitario en el curso de “narrativa”, no lo pensé dos veces. Tenía la excusa perfecta para releer “Los ríos profundos”. Lo que no sabía es que me encontraría, esta vez, con alguien más: Máximo Damián.

Caí de casualidad por un concierto de Margot Palomino, otra que con sus cuerdas (pero vocales) me pone los pelos de punta. Cuando terminó un tema, de esos que sobrecogen, mencionó su nombre y lo presentó como el gran amigo de Arguedas. Desde entonces empezó una travesía difícil. Me dediqué a buscarlo. Nada más complicado que encontrar a un músico talentosísimo con perfil bajo.

Lo empecé a oír, entonces, accidentadamente. Caí en algún cassette casero grabado por un amigo del conservatorio que venía de Ayacucho. Confieso que me robé esa cinta. Ese fue mi acercamiento al violín del huayno, al arco erráticamente perfecto, a la disonancia precisa, al sonido rasposo de las cuatro cuerdas. A la energía abrumadora de un sonido dulce. Y así fue como logré graficar “Los ríos profundos”, “Todas las sangres”, “Agua” y “Yawar Fiesta”.

Desde entonces seguí viajando con Arguedas como guía, pero también con banda sonora a cargo de Máximo y sus cuerdas profundas. Los ríos tenían forma, pero también canción, cada paisaje cobró sonido y una mañana cualquiera me bastaba oír un violín para volver a Ayacucho o Cajamarca, al Cusco festivo o a algún funeral de aquellos que en lugar de silencio, despiden cantando.

Cuando, pocos meses después, abrí “El zorro de arriba y el zorro de abajo”, entendí por qué Arguedas se lo había dedicado. Porque ese violín sabía trascender a las palabras. Porque Damián entendía ese Perú del que hablaba Arguedas y mostraba esa mezcla de las sangres y su contradicción en un instrumento que venía de otro continente, pero que él había nacionalizado peruano. Su capacidad para narrar una historia (suya y nuestra) en cuatro cuerdas era opacada sólo por su humildad.

Sus últimos días no fueron felices y eso indigna. Durante su despedida Máximo fue, como José María, incomprendido. Padeció lo que tantos otros padecen a diario: la injusticia e indiferencia de un sistema que no abre los ojos con igualdad a todos sus ciudadanos. Que aplaude a una “marca Perú ” (como si un país fuera una marca), pero que a aquellos que la construyen los miran demasiado tarde.

Máximo Damián, como la última novela inconclusa de Arguedas, dejaba con su violín, finales abiertos. Este último, duele. A la distancia me ha sobrecogido la nostalgia de su violín y su rostro marcado con las historias que lo componían. Me he prometido, entonces, volver al Perú. Darle ‘play’ a ese violín y regresar a mi país. ¿Quién dijo que se necesita un pasaje de avión? A mí me basta Máximo Damián. Gracias maestro, por ese regalo.


Escrito por

Laura Arroyo Gárate

Feminista, lingüista, trabajólica y miope. 100% peruana.


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Altoparlante

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