Ayotzinapa: el dolor de la incertidumbre
No puedo sino imaginar, y de manera lejana, el dolor de una madre al perder a un hijo. La muerte es siempre una despedida radical y brusca, aún cuando se la anticipa. El sentimiento de desolación, la incertidumbre del día siguiente o el sincero sentimiento de vacío que nunca se colma lo reconozco. El negro, las lágrimas, el pésame y el abrazo no bastan, no colman, no llenan y, aunque esa sea su intención, no redimen ni dan sosiego. La muerte es así. Llega y lo inunda todo de vacío.
Hay muertes, además, que convocan. Nos sumergen a todos en dolor y nos visten de luto. Nos tocan y nos 'lloran el alma'. Recuerdo que hace no tantos años, cuando preparaba la tesis para la licenciatura, me topé con varias de esas. Sabía que quería analizar los testimonios de las audiencias públicas realizadas por la Comisión de la Verdad y Reconciliación desde el análisis crítico del discurso pero aún no sabía lo que encontraría, ni tampoco definía el corpus que analizaría. Opté por el primer paso: oír todas las que pudiera. El proceso fue demasiado agotador. Me recuerdo en el dormitorio con la laptop frente a mí, la taza de café al lado y las lágrimas sobre el teclado. Hay historias que no se pueden narrar con palabras. Confieso, aún luego del periodo de varios meses de investigación, que nunca logré enfrentar alguno de estos testimonios con frialdad desde el pedestal en que a veces puede colocarse el investigador para dar cuenta de los hechos.
Recuerdo un testimonio en particular. No recuerdo el nombre de quien lo narraba, pero sí del impacto que causó en mí. Una madre de tres hijos, uno de ellos producto de la violación seguida de 4 soldados, lloraba frente a un auditorio y pronunciaba la siguiente frase: 'lo sigo esperando'. Su esposo había salido una mañana para no volver. Es uno de los aproximadamente 15 mil desaparecidos durante el Conflicto Armado Interno. Compartí y comenté este testimonio con algunos amigos y el sentir parecía unánime: es obvio que está muerto. Tal vez narrado en frío, como seguramente hice, no tiene el mismo impacto. Para mí, al igual que para ella, no era obvio. Las heridas de la incertidumbre son aún peores que el portazo en la cara que te da una verdad por más terrible que sea. Y ella la sufría a diario durante veinte años. Su esposo, el hombre al que amó y seguramente sigue amando, se fue y nunca supo lo que ocurrió con él. Aceptar su "muerte" era una especie de resignación que, luego de oírla sollozar, también me parecía imposible. Esperar su regreso podrá parecer absurdo desde la racionalización, pero terminó por parecerme lo más sano. Como si fuera la única manera de garantizar que su recuerdo no muriera, que las lágrimas no secaran, que el dolor se mantuviera ahí, vivo, para seguir exigiendo justicia.
Esta imagen volvió a mi memoria estos días en que he estado siguiendo el caso de los 43 estudiantes que desaparecieron en Ayotzinapa, Mexico. Sólo desde el año 2006, según cifras oficiales del Estado, hay ya 22 mil desaparecidos. No obstante el caso mexicano es una combinación macabra entre el terror de estado en casos, el narcotráfico que se posiciona en cada rincón y la ineficacia tanto del gobierno como de los partidos para exigir con contundencia el combate de este flagelo toda vez que, en mayor o menor medida, están salpicados de lo que deben combatir. La inseguridad ciudadana cobra un nuevo significado en un panorama como este. 'Reforma', incluso, parece una palabra muy corta.
Leía hoy el discurso de Elena Poniatowska y me quedé de una pieza cuando leí lo siguiente "La madre del estudiante de Guadalajara, Ricardo Esparza, que asistió al Cervantino de Guanajuato dijo que agradecería recibir el cuerpo muerto de su hijo para llevarle flores. ¿No resulta monstruosa su conformidad?" 'Monstruosa' no define siquiera lo que implica esta afirmación. Es la resignación al dolor injustamente provocado, es casi la aceptación de esta injusticia como cotidianidad y no la culpo. ¿A qué nivel hemos llegado si nuestra capacidad de indignación decide encontrar grises, si empezamos a calificar en grados los niveles de injusticia, si llegamos a verbalizar una frase como "entrégamelo muerto al menos"? ¿Cuánto dolor cabe en los labios de esa madre?
El caso de los 43 estudiantes desaparecidos en Ayotzinapa por eso nos convoca. A un peruano debería, además de solidarizarlo, recordarle que no esutvimos ajenos a prácticas de terror desde el Estado. Los recuerdos que regresan a nuestra piel son de terror, sí, pero siempre la memoria suma cuando nos moviliza a unirnos por las causas justas. Hoy, como siempre, exigir justicia es un deber que trasciende las fronteras.